
Giorgio Armani: el diseñador que enseñó a la elegancia a hablar bajito
Por Ariel Jarc
El 4 de septiembre de 2025 la moda había perdido su brújula: Giorgio Armani falleció en Milán a los 91 años, y con él se fue una manera precisa y discreta de entender la ropa.
No interesa quedarse en números —aunque Forbes lo haya ubicado entre los multimillonarios del sector del lujo—; interesa lo que dejó en la forma de mostrarse de quienes habitamos las alfombras rojas, las pantallas y hasta los estadios de fútbol. Su casa fue un emporio y su fortuna notable, pero su herencia real es otra: una estética sobria, sin estridencias, que convirtió la simplicidad en un signo de autoridad.
Nueva York, que pocas veces otorga distinciones afectuosas, le dedicó su propio día: el 24 de octubre fue proclamado “Giorgio Armani Day”, un gesto que sintetiza la relación entre la ciudad y el designer —la economía, la cultura y su apoyo a la educación pública— y que me parece una metáfora perfecta de su alcance.

Para mí, Armani enseñó que el vestido no debía eclipsar a la persona. Lo demostró desde las divisiones más privadas —trajes masculinos que movían autoridad sin estruendo— hasta looks de alfombra que parecían diseñados para dejar hablar al gesto, no al ornamento. Pienso en la revolución que supuso vestir a Richard Gere en American Gigolo: esos cortes limpios y esa paleta neutra convirtieron a Gere en emblema y llevaron la sastrería italiana a la cultura pop de los 80. Fue un punto de inflexión: moda y cine hablaban el mismo idioma.
Hay imágenes que explican una vida entera. La que Jodie Foster eligió para subir al escenario cuando recibió el Oscar en 1992 —un saco largo y pantalones brillantes firmados por Armani— sintetiza mucho de lo que atraía del diseñador: prendas que no disfrazan, que empoderan. Fue una lección sobre cómo la ropa puede ser aliada política y personal al mismo tiempo.
_1758567759.jpeg)
Armani también supo moverse entre universos distintos: de la sensualidad medida de Diane Keaton en los 70, pasando por la sonrisa imparable de Julia Roberts en los 90, al pop escénico de Beyoncé y la teatralidad de Lady Gaga. Cada una de esas colaboraciones mostró la versatilidad de su lenguaje: la misma casa podía escribir una partitura para la discreción y otra, completamente distinta, para la audacia performática.
En estos días también se mostro cómo la industria recuerda su capacidad para construir símbolos. Vestir Armani en los 80 significaba poder —sexual, profesional, social— y esa idea no desaparece: sigue viva en las campañas, en los perfumes que consolidaron celebridades como embajadores, y en la manera en que un saco puede devenir en firma de autoridad.

Mi lectura personal: Giorgio Armani no solo creó ropa; creó una gramática para decir sin palabras. Nos enseñó que la elegancia verdadera no necesita volumen para hacerse notar: basta una línea bien cortada, una tela que caiga con inteligencia, y la decisión de usar menos para ser más.
Hoy, nos quedo una imagen simple —un asco sobre un hombro, una alfombra roja que no grita— y con la sensación de que la moda perdió a un maestro de la moderación. Para mí, y para muchos, eso vale más que cualquier cifra en una lista.
_1758567803.jpeg)